EL JAIR QUE ESTÁ EN NOSOTROS
“A Brasil le tomará décadas entender lo que sucedió en ese nebuloso año de 2018, cuando sus votantes eligieron a Jair Bolsonaro para presidir el país.
Capitán del Ejército expulsado de la corporación por organizar acto terrorista; diputado de siete mandatos conocido no por los dos proyectos de ley que logró aprobar en 28 años, sino por las maquinaciones del bajo mundo que incluyen acusaciones de "craqueo", contratación de familiares y participación en milicias; ganador del trofeo de campeón nacional de escatología, falta de educación y delitos de todos los matices de prejuicio que se pueden enumerar.
Si bien su discurso es de negación de la “vieja política”, Bolsonaro, de hecho, representa no su negación, sino lo peor de ella. Es la materialización del lado más nefasto, más autoritario y más inescrupuloso del sistema político brasileño. Pero –y este es el punto que quiero discutir hoy– está lejos de ser algo surgido de la nada o brotado de la tierra pisoteada por la negación de la política, alimentada en los años previos a las elecciones.
Pelo contrário, como pesquisador das relações entre cultura e comportamento político, estou cada vez mais convencido de que Bolsonaro é uma expressão bastante fiel do brasileiro médio, um retrato do modo de pensar o mundo, a sociedade e a política que caracteriza o típico cidadão do Nuestro país.
Cuando me refiero al “brasileño promedio”, obviamente no me refiero a la imagen romantizada por los medios y el imaginario popular, del brasileño receptivo, creativo, solidario, divertido y “malandro”. Me refiero a su versión más oscura y, desafortunadamente, más realista, como lo han demostrado mi investigación y experiencia.
En el “mundo real” los brasileños son prejuiciosos, violentos, analfabetos (en letras, política, ciencia... en casi todo). Es racista, sexista, autoritario, egoísta, moralista, cínico, chismoso, deshonesto.
Los avances civilizatorios que ha vivido el mundo, especialmente a partir de la segunda mitad del siglo XX, llegaron inevitablemente al país. Se materializaron en legislación, en políticas públicas (para la inclusión, para combatir el racismo y el machismo, para criminalizar el prejuicio), en lineamientos educativos para escuelas y universidades. Pero cuando se trata de valores arraigados, se necesita mucho más para cambiar los patrones culturales de comportamiento.
Se tipificó como delito el machismo, lo que reduce sus manifestaciones públicas y abiertas. Pero sobrevive en el imaginario de la población, en la cotidianidad de la vida privada, en las relaciones afectivas y en los ambientes laborales, en las redes sociales, en los grupos de whatsapp, en las bromas diarias, en los comentarios entre amigos “de confianza”, en los grupitos donde hay alguna garantía de que nadie te denunciará.
Lo mismo sucede con el racismo, con el prejuicio contra los pobres, los nordestinos, los homosexuales.
Prohibido expresarse, sobrevive interiorizado, reprimido no por convicción derivada del cambio cultural, sino por miedo al acto que puede conducir al castigo. Por eso, la corrección política, por aquí, nunca fue una expresión de conciencia, sino algo mal visto por “martillar la naturalidad de lo cotidiano”.
Si hubo avances -y son, eso sí, reales- en las relaciones de género, en la inclusión de negros y homosexuales, fue menos por la superación cultural de los prejuicios que por la presión ejercida por los instrumentos legales y policiales.
Pero, como siempre sucede cuando se reprime un sentimiento humano, se almacena de alguna manera. Se acumula, se infla y, un día, encontrará la forma de desbordarse. (...)
Algo similar le sucedió al “brasileño medio”, con todos sus prejuicios reprimidos y, con mucha dificultad, ocultos, que vio esa posibilidad de extravasación en un candidato a la Presidencia de la República. He aquí que tenía la posibilidad de elegir, como su representante y máximo dirigente del país, a alguien que pudiera ser y decir todo lo que él también piensa, pero que no puede expresar por ser un “ciudadano común”.
Ahora este “ciudadano común” tiene voz. De hecho se siente representado por el Presidente que ofende a las mujeres, a los homosexuales, a los indios, a los nordestinos. Tiene la sensación de estar personalmente en el poder cuando ve al máximo líder de la nación usar lenguaje vulgar, frases mal redactadas, blasfemias e insultos para atacar a quienes piensan diferente. Se siente importante cuando su “mito” ensalza la ignorancia, el desconocimiento, el sentido común y la violencia verbal para difamar a científicos, maestros, artistas, intelectuales, pues representan una forma de ver el mundo que su propia ignorancia no permite comprender.
Este ciudadano se empodera cuando los líderes políticos que ha elegido niegan los problemas ambientales, tal como son anunciados por científicos que él mismo ve como inútiles y contrarios a sus creencias religiosas. Se complace profundamente cuando su mayor gobernante hace acusaciones moralistas contra la gente descontenta, y cuando predica la muerte de los "bandidos" y la destrucción de todos los oponentes.
Ante el espectáculo de terror diario que produce el “mito”, a este ciudadano no le conmueve la aversión, la vergüenza ajena ni el rechazo a lo que ve. Al contrario, siente al Jair que vive dentro de cada uno de ellos, que habla exactamente lo que le gustaría decir, que vierte su versión reprimida y oculta en el inframundo de su yo más profundo y verdadero.
El “brasileño promedio” no entiende los trucos del sistema democrático y su funcionamiento, la independencia y autonomía entre los poderes, la necesidad de isonomía del poder judicial, la importancia de los partidos políticos y el debate de ideas y proyectos que es el responsabilidad del Congreso Nacional.
Es esa ignorancia política la que lo lleva al orgasmo cuando el Presidente alienta los ataques al Parlamento y al STF, instancias vistas por el “ciudadano común” como lentas, burocráticas, corruptas e innecesarias. Destruirlos, por lo tanto, en su opinión, no es una amenaza para todo el sistema democrático, sino una condición necesaria para que funcione.
Este brasileño no sale a la calle a defender a un gobernante mediocre y lunático; clamará para que su propia mediocridad sea reconocida y valorada, y se sienta acogido por otros locos y mediocres que forman un ejército de títeres cuya fuerza sustenta al gobierno que lo representa.
Al “brasileño medio” le gusta la jerarquía, ama la autoridad y la familia patriarcal, condena la homosexualidad, ve a las mujeres, negros e indios como inferiores y menos capaces, le disgustan los pobres, aunque no se da cuenta de que es tan pobre como los que condenar. Ve la pobreza y el desempleo de los demás como falta de fibra moral, pero percibe su propia miseria y falta de dinero como culpa de los demás y falta de oportunidades. Exige del gobierno todo tipo de beneficios que la ley le asegura, pero encuentra absurdo que otros, especialmente los más pobres, tengan el mismo beneficio.
Pocas veces en nuestra historia el pueblo brasileño estuvo tan bien representado por sus gobernantes. Por eso no basta preguntarse cómo es posible que un Presidente de la República sea tan indigno del cargo y aún así mantenga el apoyo incondicional de una tercera parte de la población. La pregunta que debe responderse es cómo millones de brasileños mantienen vivos estándares tan altos de mediocridad, intolerancia, prejuicio y falta de sentido crítico hasta el punto de sentirse representados por tal gobierno”.
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Iván Lago
Profesor y Doctor en Sociología Política
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